Fragmento de El circo de la soledad, (Ediciones Intempestivas, 2011)
El cadáver nunca se encontró. Ovidio padre no pierde la esperanza de que esté vivo. Quiere drenar el lago para asegurarse de que no está ahí.
En cambio Eva sabe que se deshilachó poro a poro en delgados hilos de lluvia. Ella sintió el momento preciso de su decisión y no pudo abrir los ojos. Las memorias falsas del sueño la amarraron con cánticos y estambre de agua. Sintió el beso de despedida, el agradecimiento nuevamente, el perdón inútil. Y lo vio salir sigiloso de la tienda para meter los pies en el lago frío, después el vientre, luego los pulmones. Y sin embargo, ahora se le confunden las memorias. Ella no se quedó adentro de la tienda de campaña cuando Ovidio salió rumbo al lago, sino lo persiguió sintiendo la pesadez de la muerte que en ese momento veía aparecer sobre la espalda de su hijo, mientras Ovidio, parado frente al lago, semidesnudo, con una copa vacía que pronto estrelló contra las piedras, cantaba en susurro su último canto a la tierra antes de desaparecer en el agua. Y ella que no podía llegar, pero tal vez no llegó, igual y jamás pudo tomarlo de la cintura y decirle por la espalda cuánto lo amaba. Rogarle, así, en la oscuridad, con unas olas suaves y una calidez de viento, que la llenara de su semen infecto para poder morir pronto, ahora que él se iba.