Los peces
cruzan
vadeando el negro jade.
Entre las conchas de mejillón azul cuervo, una se queda
componiendo los montones de ceniza;
abriéndose y cerrándose como
un
abanico herido.
Los percebes incrustados al borde
de las olas no pueden ocultarse
allí porque los sumergidos rayos del
sol
se resquebrajan como lana
de vidrio, se mueven con ligereza de proyector
entre las grietas-
dentro y fuera, iluminando
el
mar turquesa
de cuerpos. El agua atraviesa cuña
de hierro por el borde de hierro
del acantilado, sobre el que las estrellas,
rosados
granos de arroz, medusas
salpicadas de tinta, cangrejos como lirios
verdes y hongos
submarinos se deslizan unos sobre otros.
Todos
los rasgos
externos del abuso están presentes en este
desafiante edificio,
todas las características físicas del
ac-
cidente: falta
de cornisa, estrías de dinamita, quemaduras y
golpes de destral, estas cosas se destacan
en él; el abismo está
muerto.
La envidencia
reiterada prueba que puede vivir
a costa de lo que no revive
su juventud. El mar envejece dentro de él.
(versión de Olivia de Miguel)
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