martes, 22 de enero de 2008

Fragmento

Hace apenas unas horas se desvistió frente al computador. Dejó el escritorio en su estado más selvático. El sostén negro sobre el libro de Sor Juana, el resto de la ropa sobre el respaldo de la silla. Su taza de té de limón a un lado del marcador musical. La máscara de barro, que en ocasiones no la deja dormir, tapada con un pañuelo. La caja china vacía, las esferas del yin y yang perdidas. Los cajones medio abiertos revientan por el papeleo y especímenes raros que guarda. Dos torres de libros y cartas del banco, invitaciones a fiestas a las que nunca va, su colección de postales de playas desconocidas, las dos últimas revistas que le regaló su padre. La pequeñísima pata de elefante en la punta de una de las torres. Y la jarra de cristal en la esquina, atrás de unos libros más, debajo de una agenda, por ahí debe de estar, también vacía. El caso es que como no cerró las cortinas, ahora que por fin concilió el sueño, la luz le viene al rostro y se despierta. En lo primero que piensa es en la línea que marca los labios de Andrés. Piensa en un pez que salta y en el agua que revienta al caer de nuevo. Piensa en el movimiento de sus músculos (en los de Andrés) cuando habla y en la selva donde andan unos leopardos. Recuerda la tensión del cable de luz que la intercepta cuando lo ve. En la inmovilidad que tiene que superar para conversar frente a frente. Desea poder dibujar esos labios para tocarlos. Así se la pasa, pensando en los labios, en su boca sedienta, porque ella lo sabe: él también tiene sed.

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