viernes, 22 de mayo de 2009

Breve, brevísima

Entré al teatro caminando lentamente maldiciendo mis tacones rojos, los más altos que tengo. Hace tanto que no iba por ahí que los murales me parecieron desconocidos. Me senté en la fila CC asiento 14. Esa noche tocarían a Strauss, Mendelssohn y Beethoven. Traté de convencer a mi hijo mayor que me acompañara pero me dijo con franqueza que prefería quedarse en casa abriendo ventanas del chat. No es la primera vez ni será la última que vaya sola al teatro pero, en ese momento, pensé que sería lindo compartirlo con alguien. A mi lado izquierdo una butaca vacía, luego un grupo de señoras -maduras- pienso que tendrían por lo menos sesenta y cinco años. Al otro lado un señor de mediana edad con un muchacho joven. No sé por qué presentí que me encontraría con algún conocido. Estoy de acuerdo que la ciudad es grandísima, que el tráfico es terrible, y que El Teatro Universitario queda muy al sur, pero conozco a un considerable grupo de personas con inclinaciones por las bellas artes. Además el prestigio de la Sinfónica y la dirección de Carrasco son por todos conocidos. Ahí estaba yo: conmigo, con mis tacones rojos, y por supuesto con mis anteojos (eso de la miopía nunca te deja libre). Se oía pues una cuerda por aquí, un aliento por allá: los músicos afinando, esperando la entrada del primer violín y del director. Aún estaba yo un poco distraída, leía el programa, buscaba un lugar para mi bolso, limpiaba los cristales de mis gafas. En eso el público aplaude a la entrada de Kofler y Carrasco, las luces cambian de intensidad y en unos cuantos minutos comienza la Obertura a El barón Gitano de Strauss. Unos segundos después sorpresivamente paran. Kofler aletea un poco su violín, una violenta desconcentración. Entonces el director de nuevo alza su brazo, y tras una brevísima pausa comienzan de nuevo. El auditorio se relaja, yo suelto la piernas, descargo la tensión del día sobre el asiento 14. Los brazadas del maestro en aquel mar lleno de cuerdas y de metales, de finas maderas. Las notas como los peces, los músicos como tritones y ninfas, como criaturas de un mar luminosamente nocturno. Una barca me llevó por las aguas, por las tiernas aguas que iban abriendo canales, túneles, manantiales, cenotes, olas gigantescas. Mi mente alejadísima de los ruidos de los autos, de las quejas de mis hijos, de las exigencias del postgrado. Cuando tocaron a Ludwig van, suspiré tanto que me faltó el aire. Ahí pues: el encuentro presentido, un dulce dolor en el pecho, un instante de eternidad. Pero lo sé la felicidad es brevísima. Después de casi dos horas de "hachar" como lo haría Viel Temperley, de "contemplar" como lo haría fray Luis o de "cantar" como lo haría San Juan: salí de aquellas aguas (cuasi-renacentistas-barrocas) con mis tacones rojos, subí al coche, encendí la radio y me topé con la espantosa voz de un locutor de cuarta.

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