viernes, 24 de febrero de 2012

Héctor A. González Cantú (Monterrey, N.L.1994)




Fragmento del cuento

"Desierto y desengaño" (Texturas, CRAFT, 2012)

Un letrero dorado de fondo azul. Dibujado, en su gloria ficticia, el mar, las olas. Solo un poco más y la espera valdría la pena. Llegamos al puerto. Pero la densidad de los mercados de mariscos, los restaurantes de mariscos, los recolectores de mariscos, los museos de mariscos, los vendedores ambulantes de mariscos, los revendedores de mariscos y los puestos de tacos de mariscos me impedía ver el tan esperado esplendor del gran azul.
Recorrimos la ciudad. Cada luz roja, cada alto, cada curva, era una punzada más de nervio que me invadía. Podía ver mi árbol de dudas ya florecido tambalearse. Agitarse con el viento. Se acercaba mi inconsciente con un hacha con ganas de cortarlo. Pero tal vez el tronco sería muy grueso, o el hacha estaría chata, solo quedaba esperar.
Unos pocos minutos más. Pasamos un alto faro, de colores vivos, pero al parecer en desuso. Nos estacionamos detrás de un alto edificio de departamentos. La última frontera. Abrí la puerta y corrí. Una pequeña colina de arena era lo único que me separaba del mar. Estuve a punto de tropezarme una vez, dos, siete, perdí la cuenta. Unos segundos más. Y ahí estaba. El mar.
Tan gris y frío como lo recordaba. Tan monótono y desolado como el desierto que viajé para llegar a él. Y entonces algo pasó. El mar se iluminó, las olas arreciaron. Una luz me cegó, estuve aturdido por un momento. Lo único que alcancé a distinguir fue una lejana voz gritando:
—¡Acción!

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